Capítulo I: Un vulgar espejo en la pared
Hay días especialmente normales, días donde todo transcurre sin ningún tipo de evento extraordinario y la rutina lo hace casi idéntico al anterior. Hoy era un día de esos, y en una casa normal, pasaba un día normal una familia normal.
El sábado era el primer día de descanso después de una semana intensa de trabajo, escuela y actividades de todo tipo, y, a falta de un plan de fin de semana interesante, la mañana pasaba de forma aletargada en casa. Mientras sus padres aprovechaban para dejar todo en orden, Álvaro y Marcos pasaban el rato como dos niños normales de 11 años, jugando a la videoconsola o viendo vídeos de otros jugadores a través de internet, pasatiempo que le chocaba profundamente a su padre, que no entendía esa moda de perder el tiempo viendo a otros jugar en vez de disfrutar uno mismo de la experiencia.
Álvaro y Marcos eran mellizos, aunque no se parecían más que dos hermanos corrientes. Álvaro, el mayor, como a él le gustaba describirse porque había nacido 2 minutos antes que su hermano, era un niño rubio, algo alto para su edad y con los ojos de un gris claro azulado que llamaban la atención. Marcos, por el contrario, era moreno, un par de centímetros más bajo que su hermano y con unos ojos, que, si bien no llamaban tanto la atención como los de Álvaro, eran realmente especiales si te fijabas bien en ellos, ya que variaban de color dependiendo de la luz que les llegaba pasando por distintos tonos, desde un verde pardo a un gris azulado.
— ¡Vamos! Dejad ya de perder el tiempo y ordenad vuestro cuarto. —No, estas palabras no vinieron de la voz varonil de su padre, sino de la voz femenina de la familia. Y es que Isabel, a pesar de ser una madre cariñosa y divertida, se enojaba bastante cuando veía la casa desordenada y a sus integrantes ociosos.
— ¡Espera mamá, que estamos a mitad de una partida! —le respondió Marcos nervioso.
A pesar de la petición de Marcos, solo había una idea clara en la mente de todos los de la casa, mamá no iba a esperar a que esa partida terminara, algo que, por otra parte, se hubiera demorado toda la mañana.
Una vez los niños hubieron movido el desorden de un lado al otro del cuarto y no sin antes escuchar los refunfuños de su madre, llegó el momento de asearse y dejar de estar en pijama. Al fin la casa parecía coger algo de ritmo.
La casa era un pequeño chalé con jardín en una zona residencial al oeste de la ciudad. Tenía un tejado de pizarra casi negro y paredes blancas recién pintadas. Tenía un aspecto muy cálido, ventanas con molduras y un gran ventanal al lado de la puerta de entrada que daba al salón que resaltaba especialmente. Estaba construido pared con pared con la casa de los Ramírez, unos vecinos que llevaban allí viviendo desde que las construyeron hacía al menos 30 años. La señora y el señor Ramírez eran una pareja de unos 70 años, pero con una vitalidad poco común en su edad. Ellos disfrutaban todos los sábados soleados, o al menos aquellos que no llovía, de unos buenos paseos en bicicleta que se alargaban toda la mañana. La relación con la familia de Marcos y Álvaro era muy buena ya que eran unas personas muy agradables y familiares. Sus 4 hijos ya se habían marchado de casa para hacer sus vidas y quizá por eso trataban a sus vecinos como a ellos les gustaría que estuvieran tratando a su familia.
En uno de los vaivenes de Isabel llevando la ropa limpia desde el cuarto de la plancha a las habitaciones, pasó por delante de un espejo de cuerpo entero que estaba en el pasillo del piso de arriba, y que servía para darle amplitud y para echarse un vistazo con el “look” del día antes de bajar. Si los muebles pudieran contar historias, este podría relatar toda la vida de la familia, no en vano, había visto crecer a todos en la casa. Había sido testigo de multitud de bailes, disfraces y muchas sonrisas, pero también había sido pintado, chupado, golpeado, y los coches habían corrido por sus cristales en muchas ocasiones, afortunadamente sin causar ningún desperfecto destacable.
Ese día, Isabel, en vez de pasar de largo, se quedó mirando su reflejo en el espejo. Suspiró y torció el gesto con bastante desaprobación. Y es que a pesar de ser una mujer bella a la que los años le trataban con especial delicadeza, no le gustó nada la imagen de madre atareada y algo desaliñada que veía en él. Giró a un lado, después al otro.
Isabel era profesora, lo que le daba bastante maña a la hora de manejar a los niños. Tenía una melena rubia que ya retocaba con alguna que otra mecha, los ojos castaños y, aunque no era precisamente alta, su cuerpo estaba bien proporcionado.
— ¡A comer! —gritó papá desde el piso de abajo.
La voz de su marido por el hueco de la escalera le sacó de su concentración.
— Vamos, niños, a comer. — dijo Isabel mientras continuaba su camino hacia la habitación.
Los sábados también eran un buen día para disfrutar de una buena comida casera. Y es que a papá le gustaba mucho cocinar y la verdad es que lo hacía con bastante destreza. Era capaz de hacerles olvidar rápidamente el monótono menú del colegio, del que solo se podría decir a su favor que alimentaba correctamente.
Papá era un hombre alto y delgado y con el pelo moreno, aunque cada día más canoso, algo que chocaba con su personalidad, ya que su mujer siempre decía que era peor que los niños.
— He pensado que esta tarde podríamos ir al centro comercial —dijo Isabel mientras estaban sentados a la mesa. —Es sábado y no me apetece estar todo el día encerrados en casa.
— No es mala idea —pensaron. A pesar de que ir de tiendas con mamá podía ser una actividad algo estresante, el centro comercial tenía una gran variedad de oferta y pasatiempos y todos podían encontrar algo interesante a lo que echar un vistazo.
Así que, en cuando terminaron de comer y de recoger la mesa, se montaron en el coche y emprendieron su camino. Apenas habían recorrido un par de metros cuando un hombre mayor, calvo, de tez bronceada y curtida, con una amplia sonrisa en la boca y que vestía ropa deportiva se abalanzó sobre el coche golpeando la ventanilla de la madre con sus nudillos.
— ¡Esperad! ¡Esperad! — Se trataba del señor Ramírez que, al ver por la ventana del salón que la familia se disponía a montarse en el coche, había salido a encontrarse con ellos.
Papá frenó el coche de forma algo abrupta y bajó la ventanilla del copiloto.
— ¡Buenas tardes, Jorge! — saludó sonriente Isabel
— ¿Vais al centro comercial? —Preguntó el señor Ramírez.
— Sí — contestó el padre extrañado, mientras se preguntaba cómo demonios lo sabía cuando ellos apenas lo habían decidido hacía un rato.
— ¡Fantástico! —exclamó Ramírez con una voz aguda. Una expresión que, por otro lado, usaba muy frecuentemente. —Necesito que me hagáis un favor. Hay una pequeña tienda en la esquina de la primera planta, al lado de la puerta de emergencia, que tiene todo tipo de antigüedades y objetos raros. El otro día les encargué una figura para la vitrina del salón y ya debe haberles llegado. ¿Os importaría acercaros y recogérmela? Está ya pagada.
Los señores Ramírez tenían la casa llena de objetos antiguos y raros. Nada más cruzar la puerta de su casa, se podía apreciar una decoración más propia de una mansión de una época pasada y en la cual resaltaban aún más los pocos electrodomésticos de última generación que también había.
— ¡Claro! —aseguró el padre.
— ¡Fantástico! — volvió a exclamar el señor Ramírez, mientras giraba su mirada hacia los niños. —De paso echad un vistazo por la tienda, ¡os encantará! Quizá encontréis algún tesoro… —dijo con cierto aire místico.
Y es que al señor Ramírez le encantaba adornar todo siempre con un aire de fantasía y misterio. Era único contando historias, en las cuales era capaz de sumergirte, de transportarte a otros mundos y de apartarte del tiempo. Podía amplificar al máximo tu imaginación y hacer que el vello se te pusiera de punta con cualquier relato que él mismo inventaba.
Una vez se hubo alejado el señor Ramírez, los integrantes del coche se miraron unos a otros con una sonrisa, fruto de la extrañeza que les había producido aquella situación, y continuaron su viaje.
Un poco más tarde llegaron al centro comercial y, tras hacer un par de compras y de haber merendado en una pastelería con terraza que había allí, Isabel recordó el encargo de su vecino.
— ¡La figura del señor Ramírez! —exclamó llevándose la mano a la cabeza.
— ¡Es verdad! Por poco lo olvidamos —exclamó también papá —Menos mal que te has acordado. No me hubiera gustado ver la cara de Marta si nos la olvidamos.
Y es que, muy probablemente, el señor Ramírez apenas se hubiera molestado y hubiera salido del paso con una sonrisa y una excusa para los olvidadizos, pero la señora Ramírez… con ella seguramente la cosa hubiera sido distinta.
Marta Ramírez era una mujer por lo general encantadora, pero también tenía bastante carácter y podía llegar a ser muy regañona, sobre todo con su marido.
— Primera planta al lado de la salida de emergencia —murmuraba Isabel mientras iban caminando en busca de la tienda.
— Aquí es —dijo papá al encontrar la tienda.
De pronto, la familia se quedó atónita delante de la fachada. —Pero qué demonios… —pensaron. Todos quedaron ojipláticos y enmudecidos al ver una tienda realmente extraordinaria a la que nunca habían prestado atención. Tenía toda la fachada hecha de una madera que parecía muy antigua, pintada de un verde oscuro mate con unas molduras que le daban un aire algo místico, con dos escaparates, uno a cada lado de la puerta, lleno de antigüedades y objetos curiosos. En la parte superior, dos faroles, uno en cada esquina, y un letrero negro en el centro con letras color ocre que decía: Antigüedades El Gato Negro
Junto al texto había un símbolo que parecía un triángulo boca abajo con una línea que lo cruzaba.
La verdad es que no resultaba muy raro que el señor Ramírez frecuentara ese tipo de tiendas, pero ¿cómo era posible que nunca se hubieran fijado en ella? Aunque algo apartada del mogollón del centro comercial, la tienda llamaba mucho la atención al lado de los modernos establecimientos de letreros luminosos que había a tan solo unos metros.
Una vez consiguieron salir de su asombro, Isabel se acercó a la puerta y se asomó por la ventana intentando fisgonear un poco el interior antes de girar el pomo y empujar.
— ¡Tilín, tilín! —tintineó la campanilla colocada encima de la puerta, que avisaba al tendero de nuevos clientes.
Papá, mamá y Álvaro, tras dudarlo unos instantes, cruzaron la puerta de entrada. Marcos se quedó inmóvil, mirando al interior dubitativo, como si hubiera algo en ese lugar que no le daba buena espina.
— ¡Vamos, pasa! – Le exhortó amablemente su padre mientras sujetaba la puerta. —No te quedes ahí plantado.
Marcos se tomó unos segundos más, y finalmente, llenándose de valor, cruzó el umbral de la puerta.
— ¡Dios mío! – exclamó Isabel mientras daba vueltas admirando aquel lugar — ¡Esta tienda es una maravilla! —dijo mientras miraba embelesada unos relojes que había encima de una chimenea de atrezo, situada en uno de los laterales de la tienda.
Y efectivamente así era. Los niños no habían visto nunca nada igual. Era una tienda de techos altos con las paredes llenas de cuadros, espejos, tapices, escudos y armas. En la parte de arriba había una hilera de estanterías de dos baldas que rodeaba toda la tienda, repleta de libros antiguos, a los que se alcanzaba usando tres escaleras correderas, una para cada pared, que se podían mover gracias a que estaban sujetas a un riel. En el piso, muebles, vitrinas y mostradores creaban un pequeño laberinto por el que pasear admirando todo tipo de relojes de bolsillo, figuritas, menaje y otros objetos para los amantes de las cosas antiguas.
— ¡Qué cantidad de cosas viejas! —pensó Álvaro para sí mismo. —¿Realmente alguien querría comprar ese tipo de cosas?
— ¡Mira, Álvaro! — le gritó Marcos desde la distancia, mientras le enseñaba un sextante que sujetaba con las manos. —Es como el que tiene el señor Ramírez en su despacho, el que dice que usaba para orientarse el capitán ese… el que navegaba por el mar que se formaba de las lágrimas de los niños. —El protagonista de una de esas historias que les contaba su vecino usando cualquier objeto que tuviera en la mano.
No habían llegado aún al robusto mostrador de madera que había al final de la tienda cuando, de pronto, una figura atravesó la cortina que cubría el espacio, sin puerta, que comunicaba con la trastienda.
— Buenas tardes —les saludó la tendera.
Papá miró a aquella mujer de mediana edad, con el pelo canoso, rizado y medio recogido, y los ojos de un inusual verde intenso que aún se veían entre unos párpados un poco caídos y unas bolsas propias de la edad. Se quedó mirándola en silencio. Tenía la sensación de que esa señora había sido extremadamente bella en su juventud, realmente aún lo era. Al fin, reaccionó:
— ¡Oh, perdón! Buenas tardes… Nos envía el señor Ramírez a recoger una figurita que os encargó el otro día.
— ¡Ah, sí! La figura del árbol de Devos. Justo nos llegó esta mañana. —Fue diciendo la señora mientras se encaminaba de nuevo a la trastienda.
Al volver trajo con ella una figura, de no más de un palmo de alta, de un árbol. Desde luego no era lo que papá esperaba, pero era muy bonita, con todo lujo de detalles en las ramas y las hojas y, efectivamente, tenía pinta de ser muy antigua.
— ¿Son ustedes familiares del señor Ramírez? —Preguntó con curiosidad la mujer.
— No, somos sus vecinos —le contestó Álvaro desde detrás de su padre.
— Sí, eso, sus vecinos. —confirmó su padre.
Mientras tanto, Isabel y Marcos seguían dando vueltas por la tienda descubriendo más y más objetos sorprendentes: antigüedades científicas, como microscopios, cámaras de fotos con un inusual fuelle; fotografías de gente muy vieja…
De pronto Isabel se fijó en un espejo de cuerpo entero que se encontraba en la pared al lado del mostrador. A pesar de ser antiguo, la imagen que proyectaba era nítida, sin un solo desperfecto. Tenía un marco dorado, lleno de filigranas que solo un gran ebanista con mucha paciencia y esmero habría sido capaz de hacer. Tenía el tamaño perfecto para sustituir al desfasado espejo del pasillo de arriba que, justo esa mañana, había tenido la desfachatez de mostrarle el reflejo que tanto le había disgustado.
— Creo que este espejo es exactamente lo que necesitamos para el pasillo de arriba. — dijo mientras pasaba su mano por el marco — ¿Cuánto cuesta? — le preguntó a la tendera.
En la cara de la mujer se dibujó de pronto una sonrisa pícara mientras envolvía la figura del árbol en papel. Trató de forzar un semblante más serio y esconder sus verdaderos sentimientos antes de contestar.
— Bueno… siendo ustedes amigos del señor Ramírez y dado que es la primera vez que vienen… se lo puedo dejar muy barato.
Isabel no necesitó oír mucho más para llegar a un acuerdo con ella.
— ¿Y cómo se supone que vamos a llevar eso hasta casa? —Preguntó papá horrorizado.
— No se preocupen, nosotros nos encargamos de envolverlo bien protegido y de llevárselo a casa—le dijo la señora mientras le entregaba el paquete para su vecino.
Marcos y Álvaro se quedaron mirando fijamente su reflejo delante del espejo que acababa de adquirir su madre y, salvo que este era algo más bonito que el que tenían, no entendían muy bien la fascinación que había suscitado en ella. A ellos les parecía un espejo bastante corriente.